Por Marcos Calligaris
Llegaba a trabajar luego de almorzar. Meto las manos en el bolsillo y empiezo a hurgar buscando las llaves. Cuando encuentro un llavero de la Torre Eiffel, suelto el manojo y agarro inmediatamente el otro que quedaba en mi bolsillo. De esa forma, al tacto, encuentro las llaves del trabajo.
Desde hace un mes las llaves del trabajo tienen una particularidad, un sensor. Por una cuestión de “madurez” se supone que a mis 27 no debería sentir placer por abrir automáticamente una puerta con un interruptor. Pero no es una cuestión de edad, sino de era. Para mí el proceso de automatización de las cosas es algo actual, algo que está ocurriendo. Nací en el límite de dos épocas y a menudo lo disfruto mucho y dudo de si algún día lo veré como algo corriente. Al igual que la puerta del edificio de mi trabajo, me sigue sorprendiendo cada vez que abro la puerta de un cajero automático ¡con una tarjeta! O cuando en medio de alguna ruta desolada me suena el celular, o cuando escucho un programa de radio de Bélgica en el Ipod, mientras camino por la peatonal San Martín.
Pero sigamos en la entrada del edificio.
Corro hacia la derecha la reja que me separa de la puerta de vidrio cuando al fondo del pasillo del edificio identifico dos bultos. No sé distinguen muy bien las personas pero a lo lejos veo que es una señora con un nene.
Giro mi cuerpo para cerrar la reja tras de mí y cuando dirijo la vista nuevamente hacia el frente veo que el nene se lanza en una carrera alocada hacía mí. No pude darme cuenta en esos dos o tres segundos cuál era su intención. Chocarme no me iba a chocar, había una puerta de vidrio que nos separaba pero había algo que me fastidió rápidamente. Sólo comparable con esas situaciones de peligro en las cuales uno responde instintivamente con la mano para protegerse el rostro, avancé un paso hacia delante y estiré mi mano sin razonar. El nene también había llegado y había estirado la mano hacia la puerta. Sólo el chiflido de la chicharra que hace el interruptor al abrir la puerta me hizo dar cuenta de lo que había sucedido. Ambos nos habíamos retado a duelo. A mí me inundaba una mezcla rara de vergüenza y satisfacción y ahora que lo veía de cerca el nene me daba cuenta de que no tenía más de 5 años.
Nos habíamos batido a duelo. Creo que él lo hizo más consciente que yo porque cuando pasó tras de mí oí que le decía a su madre “Le gané mamá, le gané”. Yo no creo que me haya ganado, la chicharra sonó al mismo tiempo.