Por Marcos Calligaris
El viejo tiene más arrugas que historias para contar. De repente me clava la vista y comienza a caminar hacia mí con una especie de guante en la mano. Yo, sentado en el piso y completamente desnudo, lo contemplo, entregado.
Se para frente a mí, levanta un balde con agua caliente y me lo tira encima. ¡Está que pela!
Si habla árabe, no lo sé, porque lo único que me hace son señas.
La primera es para que me recueste, la segunda es para avisarme que va a empezar por el pecho. Sus brazos tiemblan por los años acumulados. Ahí es cuando veo lo que tiene en la mano, un kassa, un guante de cerda de color negro. Con la otra mano el viejo agarra el beldi, un jabón negro hecho de aceite de oliva, con propiedades exfoliantes, se acuclilla sobre mí que cierro los ojos y empieza con el ritual.
Estamos en un hammam, un auténtico Sauna Marroquí. Digo ‘estamos’ porque por suerte me acompañan los hermanos Hans y Karl Schlereth, dos robustos malasios que conocí horas antes en un hostal de Marrakech. Hans es más valiente, pero lo acaban de dejar planchado en el piso, boca abajo y sin un par de capas de piel. Karl es el más conservador, desconfía, se baña solo, con un baldecito de agua y mira la escena de reojo.
¿Quién fue el que dijo que en Marruecos hacía calor? Hace unos días que llueve y el viento es helado. El invierno acá también es bravo. Para más, cuando uno cruza la plaza Jemaa el-Fna y levanta la vista, puede ver los picos nevados de la cordillera del Atlas. El frío también entra por los ojos.
La plaza interminable
Jemaa el-Fna fue declarada Patrimonio Oral de la Humanidad en 2001. Atravesarla significa esquivar miles y miles de almas, vendedores, encantadores de serpientes, contadores de cuentos, maestros dando su lección, dentistas al aire libre, acróbatas, escritores de cartas, y si cae la noche, cientos de puestos de comida barata.
Este abanico de excentricidades para la perspectiva occidental fue lo que probablemente condujo a Alfred Hitchcock a rodar allí mismo escenas de “El hombre que sabía demasiado”.
Y en Jemaa el-Fna por supuesto también hay decenas de hammam.
La curiosidad había ido creciendo en nosotros hasta tomar la forma de una insistente criatura que, finalmente, terminó por empujarnos a patadas hacia las profundidades del ejemplar más económico que vimos. Claro que yo no tenía mucho miedo, los hermanos Schlereth eran gigantes.
El origen de los hammam se remonta a la antigüedad greco-romana, con los baños públicos griegos y las termas romanas. “Para el islam el agua tiene un significado muy importante, de sabiduría profunda y pureza, es para nosotros la bebida que apaga la sed del alma. Por eso el hammam es un paso obligado en los grandes acontecimientos de la vida: nacimiento, circuncisión y matrimonio”, me comenta Driss, el propietario, un marrakechí devoto del Corán.
Y particularmente en Marruecos el hammam constituye un fenómeno social relevante, en ellos puede verse a representantes de todas las clases sociales, es un espacio de peregrinación para pasar momentos de ocio y a lo largo de la historia en su seno se han generado importantes focos de discusión social.
En cuanto a lo estético, las construcciones son imponentes, en este caso rojizas por el color de la tierra de Marrakech, con arcos ojivales por doquier y vivos azulejos.
Habitualmente están compuestos de tres o cuatro piezas, la primera a temperatura ambiente, la segunda un poco más caliente y así hasta llegar a la principal, en la cual debido al calor, el vapor y el jabón especial, los poros comienzan a dilatarse, permitiendo una limpieza de la piel en profundidad.
Instante eterno
Abro los ojos y veo al hombrecillo ir y venir con su guante. No todos los días veo a un tipo encima mío tratando de sacarme brillo. Me siento un mueble viejo al que están lijando para luego encerar. Sin dejar de temblar, él va de los tobillos a la cintura, de la cintura al pecho.
Sigue sin emitir una palabra, pero en su silencio místico puedo descifrar una sabiduría milenaria.
En un momento estoy a punto de pedirle que pare, siento que el cuello me arde de tanto que me refriega, pero para suerte mía el hombre se quedó sin agua y se dirigió a cargar un nuevo balde. En ese momento puedo comprobar la cantidad de piel que había quedado pegada a la ‘esponja’.
Y de repente ¡plash!, otro baldazo de agua caliente. ‘¡Eh… amigo, tranquilo!’, le solté, pero él seguía con su trabajo, mientras el agua me entraba en los oídos y me hacía percibir todo más confuso.
Hans seguía boca abajo sin emitir sonido. El viejito había acabado con él antes que conmigo. Pensé en que era cierto cuando me comentaban que el hammam no sólo sirve para limpiar el cuerpo y la piel si no también para curar el estrés y relajarse.
Por su parte su hermano Karl continuaba mirando con desconfianza al viejo y ahora también a su hermano y a mí. No supe si aclararle que todo estaba bien o tirarle un baldazo de agua.
El lugar se fue llenado de gente. Cada uno llegaba por su cuenta y mecánicamente se comenzaba a bañar con su respectivo beldi, su kassa y su balde.
De un momento a otro el viejo me mira y empieza a dibujar en el aire un círculo con su dedo índice.
– “Quiere que te des vuelta”, me dice tentado Karl.
– “Por qué no te das vuelta vos, gil”, le respondo con indignación.
En ese instante un hombre de barba larga y aspecto sucio me lanzó una extraña mezcla de árabe y francés: “Lo que Youssef quiere es que te des vuelta para masajearte la espalda, las piernas y la nuca”…
Me di vuelta empacado, la ñata contra el piso, convencido de que ya nada podía hacer.
Y comencé a escuchar diálogos de unos y otros. Intercambiaban palabras, señas, burlas, risas, hasta que pronto la voz de los hermanos Schlereth fue desapareciendo, desapareció también la del resto de la gente, desapareció Jemaa el-Fna, desapareció el viejo Youssef con el hammam y sus artilugios y también me diluí yo.
Nos retiramos del hammam minutos más tarde con la sensación de haber cambiado de cuerpo. ¿Las capas de la piel esconden recuerdos? Con la piel exfoliada y los poros abiertos, me sentía más liviano de cuerpo y también de pensamiento. Caminar podía definirlo ahora como volar entre paso y paso.
Nos sentamos en un bar enfrente del hammam, pedimos tres cafés y permanecimos en silencio mientras por la radio se escuchaba ‘Nouvelle Vague’, de Anouar Brahem.
Me sentía en un estado de paz pocas veces alcanzado. Todavía podía sentir el agua corriendo por mi cuerpo y mi piel antigua desprendiéndose. Entonces me acordé del viejo Youssef, de su profundo silencio cargado de sabiduría y de las palabras de aquel devoto del Corán: “el agua es para nosotros la bebida que apaga la sed del alma”.